La decisión del gabinete de seguridad israelí de ocupar formalmente Gaza City ha sido presentada como un paso militar inevitable, parte de la lucha contra Hamás. Pero en realidad encierra un objetivo mucho más profundo: controlar qué quedará visible del genocidio. La ocupación no busca únicamente derrotar a un enemigo armado, sino borrar pruebas, moldear el relato y reescribir la historia antes de que la mirada del mundo se pose sobre lo que queda de la Franja.
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La historia no empieza hoy. En 1948, la guerra fue la excusa para ejecutar la Nakba: la expulsión masiva de palestinos que permitió consolidar una mayoría y supremacía judía en el nuevo Estado de Israel. Hoy, más de siete décadas después, el patrón se repite con precisión: destruir barrios enteros, provocar hambre masiva, ocupar territorios y, finalmente, empujar a la población hacia el exilio. Cada etapa está diseñada no solo para producir muerte, sino para impedir que quede constancia de cómo y por qué ocurrió.
El borrado como estrategia
La ocupación de Gaza City cristaliza esta lógica. No se trata únicamente de desplegar tropas, sino de limpiar el escenario del crimen: fosas comunes excavadas con bulldozers, cadáveres confiscados, escenas de ejecución ocultadas, pruebas falsas plantadas en hospitales. El objetivo es que, dentro de unos años, lo ocurrido se presente como una guerra inevitable (como otras en el pasado) y no como lo que es: una operación de exterminio cuidadosamente planificada.
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Israel ha utilizado desde 1948 la misma fórmula: arrasar pueblos palestinos y levantar colonias sobre sus ruinas, borrar archivos y documentos históricos que probaban las masacres, negar la existencia misma de los expulsados. Hoy la estrategia se actualiza con la ocupación militar directa y con el silencio impuesto. Ningún periodista internacional tiene permitido entrar en Gaza de forma independiente. La Franja está cerrada a la prensa extranjera, lo que asegura un apagón informativo total y deja la documentación de los crímenes en manos de quienes arriesgan su vida desde dentro.
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Torturar con la esperanza
A ello se suma otra arma menos visible pero igualmente letal: la manipulación de las treguas. En repetidas ocasiones, titulares sobre unalto el fuego inminenteo la entrada de convoyes masivos de ayudahan circulado en los medios internacionales. Para quienes sobreviven en Gaza, esas noticias despiertan un alivio frágil: la ilusión de pan, de silencio en lugar de bombas, de un día sin cadáveres.
Pero una y otra vez las promesas se han evaporado: negociaciones truncadas, condiciones imposibles, convoyes que nunca entran. Lo que queda es la frustración y la certeza de que incluso la esperanza puede convertirse en tortura. Gaza no solo padece hambre: sufre también la erosión de la expectativa de vivir. Convertir la ilusión en castigo psicológico forma parte de la maquinaria genocida, porque desarma a la población incluso antes de expulsarla.
La respuesta europea
Frente a esta realidad, algunas capitales europeas, a las que se ha unido Canadá, han reaccionado con una mezcla de indignación retórica y gestos limitados. Algunas han suspendido exportaciones militares, demasiado tarde, de forma incompleta y sin romper su complicidad estructural. En las últimas semanas, varios gobiernos han anunciado el reconocimiento del Estado palestino. Lo presentan como un acto histórico, pero lo formulan lleno de condiciones: subordinado a futuras negociaciones, compatible con la seguridad israelí, sin medidas concretas para detener la matanza ni para garantizar rendición de cuentas.
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Ese reconocimiento no cambia nada sobre el terreno. No impide que continúe el hambre, no frena los bombardeos, no abre investigaciones por crímenes de guerra. Lo que sí hace es ofrecer al Norte Global una coartada política: parecer que actúa mientras evita confrontar a Israel y a su principal aliado, Estados Unidos.
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El problema no es solo la insuficiencia del gesto, sino su instrumentalización. Reconocer Palestina en estas condiciones equivale a presentar un certificado de condolencias en lugar de una estrategia real de justicia. Se reconoce un Estado abstracto mientras su pueblo es masacrado y desplazado. Se reconoce para lavar la conciencia europea, no para cambiar la correlación de fuerzas que sostiene el genocidio.
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Entre condolencias y responsabilidad
Tras cada masacre, los gobiernos emiten comunicados solemnes. Se habla de tragedia, de dolor, de la necesidad de proteger vidas civiles. Pero nunca hay procesos judiciales, nunca se exigen responsabilidades. El luto sustituye a la justicia.
Con Palestina ocurre lo mismo. Los Estados optan por gestos simbólicos en lugar de medidas que podrían tener impacto real: sanciones económicas, ruptura de cooperación militar, impulso de procesos judiciales internacionales. Prefieren el reconocimiento condicionado a la acción decidida, el gesto diplomático a la confrontación política.
Gaza no necesita más funerales solemnes ni declaraciones calculadas. Necesita que se detenga de inmediato la maquinaria de la muerte y que quienes la dirigen rindan cuentas. Hasta que eso ocurra, cada nuevo reconocimiento de Palestina con condiciones no será un paso hacia la justicia, sino una coartada más para la impunidad.
Porque lo que está en juego no es solo la existencia de un Estado palestino en el papel, sino la vida de un pueblo que está siendo exterminado a plena luz del día. Y lo que está en juego para Europa es su propia credibilidad: si seguirá optando por declaraciones cómodas mientras Gaza muere, o si finalmente pondrá todos sus recursos diplomáticos, jurídicos y económicos al servicio de la justicia.